Rosa María Aranda, allá por los primeros cuarenta, cuando la retrataban Coyne o Aurelio Grasa, tenía un aire a Rita Hayworth con sus rizos al viento. Ahora, con sus 81 años y el desenfado de siempre, anda un tanto insegura por su casa cuajada de recuerdos, de muebles de época, de retratos o dibujos que le hicieron su hermana Pilar Aranda o Menchu Gal. El amor de su vida, Fernando de la Figuera, “fallecido demasiado pronto en 1967”, la mira desde varias fotografías con aquel porte de caballero tocado de bigote. Rosa María Aranda selecciona sus recuerdos al calor de la mesa camilla, junto a sus hijos Alfonso y Carmen.
El libro “Paisajes internos. Anecdotario vital” (BArC) brilla al sol, casi tanto como su sonrisa. De golpe, se zambulle en el pasado. Evoca a su abuelo materno Fernando Nicolás, “que tuvo uno de los primeros coches que circularon por Zaragoza”, y Ambrosio Aranda, “que era fantástico, guapísimo, según un óleo que conservamos de él”. Ambos fueron industriales de mérito. Sus padres, Manuel Aranda y María Nicolás, no tardan en aparecer; él, monárquico, era un importante industrial de maderas que iban y venían por barco en medio mundo, y ella era una republicana avanzada, una lectora voraz, que iba a marcar notablemente la cultura de sus seis hijos.
“Gracias a mi madre, todos fuimos grandes lectores. Contábamos con la excelente biblioteca de mi abuelo Ambrosio Aranda, que tenía a Dante con los grabados de Doré, historias del papado, auténticos libros de coleccionista. Y además mi madre nos impulsaba a leer a Marañón, Unamuno y Valle-Inclán”. Rosa María nació en Zaragoza y de inmediato se trasladó a San Sebastián; antes casi de que se echase a andar, la familia fue reclamada en Madrid por “el imperio de maderas de Arturo Nicolás”. Allí, con el domicilio San Agustín 3, frente al Congreso de los Diputados, crecieron los vástagos de los Aranda. Rosa los enumera: Pilar, que se haría pintora de mérito y que se casaría con Francisco San José; Leonor, que atendía el negocio de Casa Aranda de artículos religiosos (casullas, capas pluviales...) de la calle Fuenclara; Virginia, que partiría a Caracas a montar el negocio en ultramar; Fernando, “que fue mi compañero de juego y era un genio: un contador de historias vividas que se atrevió a cruzar el Sahara con camiones llenos de bidés y retretes para las moras”; y Mari Luz, que se dedicó a sus labores y contrajo matrimonio con un excelente operador de cámara de cine. “Yo fui la cuarta chica y pensé a que me iban a tirar a la basura. No fue así y en Madrid fuimos muy felices. Estudié en varios colegios, teníamos muchos amigos y me gustaba ver a mi padre en la partida de tresillo. Además teníamos una finca en Los Molinos y nos íbamos a ella. Allí conocí a un joven delgadito y tuberculoso que iba a curarse, llamado Camilo José Cela, que muchos años después recordaría en la novela ‘Pabellón de reposo’. Y además, en cuanto crecimos algo, me iba con mis hermanas a las tertulias del Casablanca y a la terraza del Ritz”.
Madrid, además, era también la fiesta del teatro porque Manuel Aranda decidió probar suerte como empresario teatral de la compañía Benavente. Y ella y sus hermanas asistían a las lecturas y a los ensayos, y veían de cerca de José Isbert, “una persona maravillosa”, Rafael Rivelles, su mujer María Fernanda Ladrón de Guevara, Milagros Leal o a una jovencita llamada Amparito Rivelles. “A mí y a ella nos tocaban casi siempre las muñecas de la rifa. Pero las cosas no iban bien. A mis padres los arruinó el Banco Urquijo y esa aventura teatral en cierto modo, piense que teníamos un coche Buick con conductor privado, y debimos regresar a Zaragoza. Lo hicimos a principios de 1936 cuando empezaba toda la ‘empanada’ de la Guerra Civil”. Los Aranda Nicolás se instalaron en una casa del Coso, 5 con vistas hacia el Pilar. Una noche, recuerda Rosa María, varios hombres corretearon por los tejados, persiguiéndose y disparando tiros. Y otro día, la joven y secreta escritora, que estaba culminando su bachillerato y veía como las compañeras pasaban sus redacción y cuentos de mano en mano, vio “cómo tres bombas caían en el Pilar. Las vi desde mi casa, asomada a la ventana con mi hermana Virginia, fumándonos las dos un cigarrillo que nos había dado nuestro vecino Balbino Lacosta. Como se lo digo”. Su recuerdo de la contienda y de los años de trifulca nacional puede resultar desconcertante. “Para mí la guerra fue divertida. Me explico: las chicas entonces sólo podíamos salir con señorita de compañía o con doncella. Ni siquiera nos dejaban ir al cine o al teatro. Y de repente, al estallar la guerra, nos dejaban hacer lo que queríamos. Ir al cine, a divertirnos, al teatro. Teníamos libertad. Sabíamos algo de lo que ocurría, claro, entre otras cosas porque nuestra casa acabaría convirtiéndose en parada y fonda de soldados que iban o volvían o huían del frente, de gente más o menos conocida o recomendada que necesitaba ayuda. En nuestra casa llegó a haber 18 camas”. Ya lo hemos dicho: Rosa María Aranda, que dibujaba patrones para casullas o capas, también le había tomado una gran afición a la literatura. Había publicado un poema amoroso en “Lecturas” en 1936 y perfeccionaba su escritura.
Tras la Guerra Civil, el estudio de pintora de su hermana Pilar, en la calle Fuenclara, se convirtió en un lugar de encuentro. Por allí pasaron en la primera posguerra, entre otros, Federico Torralba, José Camón Aznar, los descendientes de Ramón y Cajal, el pintor Javier Ciria, quizá Pilar Bayona, que tenía mucha relación con su hermana (la retrató en Jaca en 1950), Santiago Lagunas o un joven catalán, músico entonces y futuro crítico de arte y poeta: Juan Eduardo Cirlot. “Le traté muy vagamente, pero sé que era muy amigo de mi hermana Pilar, que era una mujer muy atractiva y despertó grandes pasiones. A los dos les gustaba mucho Egipto”.
Rosa María Aranda ya tenía un rondador, el joven militar Fernando de la Figuera, con el que no tardaría en casarse. De la Figuera era el mejor amigo, el “hermano” del arquitecto y artista Alfonso Buñuel, al cual conoció muy de cerca. “Mi marido lo amortajó con Pepito Bosqued. Se querían como auténticos hermanos. Aunque siempre se le ve serio, pero Alfonso era una persona cultísima, divertidísima, con un increíble sentido del humor que producía numerosas anécdotas. Recuerdo que una vez intentó hipnotizarme sobre un banco de piedra en Peñíscola. Entonces, también frecuentaba a Luis García-Abrines, me dejaba caer por la Tertulia Teatral con Giménez Aznar, etc.”. Y fue en 1942 cuando le ocurrió uno de los grandes acontecimientos de su vida. En aquel trajinar de gentes que iban y venían por su casa, apareció un marino que le contó la historia de español que se enamoró en Odessa y quiso traer a su compañera para España. Y así lo contó en “Boda en el infierno”, novela que publicó Afrodisio Aguado en 1942 y que contrató para el cine el productor Arenaza. La película la filmó Antonio Román y ganó el Premio Nacional de Cinematografía “ex aequo” con “Raza” de Franco. Todo el mundo recibió la dotación económica correspondiente, salvo los dos guionistas: Franco por ser quien era y Rosa “porque no iba a ser más que el caudillo”. Arenaza también le compró la segunda novela, “Cabotaje” (Afrodisio Aguado, 1943), que no llegó a hacerse en película. Y en 1945 apareció Tebib, ya editada en Zaragoza al cuidado de Luciano Gracia.
Rosa María Aranda, con hijos y de lugar en lugar, compaginó literatura y vida familiar. En 1967, le sacudió un trallazo demoledor. Falleció su marido. Y se dijo que tendría que empezar de nuevo: creó una zapatería, “Fernanda”, en Pedro María Ric, escribió sin descanso y ha sobrevivido bellamente para redactar estas memorias y este diario de escritora.
LA NADADORA, LA DEPORTISTA, LA MODERNA
Rosa María Aranda fue una adelantada a su época. Una deportista constante: lo mismo marchaba a esquiar que nadaba al estilo “crawl” con belleza y rapidez. Sus fotos al borde de la piscina o embutida en un chándal con la gran Z en el pecho no dejan lugar a dudas. Se hizo nadadora en Madrid, en sus tiempos de instituto (estudió en el Cardenal Cisneros, entre otros centros, entre ellos en un colegio de monjas irlandesas donde le pusieron un profesor especial para que hiciese el Bachillerato) y halló en Zaragoza, desde principios de la Guerra Civil, el lugar ideal para practicar la natación en la piscina del Club de Zaragoza de Torrero, que era el lugar de encuentro de muchos amigos. Su profesor fue su propio marido, que había tenido un preceptor de postín: Enrique Granados, hijo del músico Granados, y luego responsable del Canoe de Madrid. “Participé en muchos campeonatos y fui campeona y recordwoman de Aragón durante años. También competí fuera, pero luego me aficioné al esquí, cuando nadie salía apenas a las montañas. Íbamos con Aurelio Grasa, médico radiólogo y excelente fotógrafo. No paraba de hacerme fotos con su maquinita, con Luis Gómez Laguna, etc. Y alguna que otra vez, con mi marido, salíamos de excursión en una de las primeras motos Lambretta que hubo en Zaragoza”. A la vez que hacía deporte, escribía. Tras sus primeros éxitos le contrataron tres novelas de amor por las que le pagaban mil pesetas. “Al final me aburrí. Yo siempre he querido crear lo mío, con libertad, no me apetece escribir al dictado. Para mí la literatura ha sido vocacional, una pasión. Siempre he querido escribir y he querido hacerlo muy bien. Aprender día a día”. En sus cajones, tiene nuevos libros, por ejemplo “Cartas a mis muertos” o una extensa colección de relatos que desearía publicar antes de que la muerte le cierre definitivamente los ojos.
*Algunos meses antes de la muerte, reciente, de Rosa María Aranda conversé con ella acerca de su fascinante vida. Recupero ese texto -hoy estuve con su hijo Gonzalo- y lo pego aquí por si alguien tuviese interés en conocer su apasionante vida.